La alegría sobreviene después de las ausencias, al fín de las nostalgias. Si uno se reencuentras con lo amado y su revelación unánime, es lógico que el gozoz nos abrace y a uno le vienen ganas de cantar. Aunque no tenga voz, aunque esté ronco de pasadas angustias.
Después de todo, la alegría es un préstamo, no nos pertenece. Es una locurita, un premio pasajero, pero la disfrutamos como si fuera propia, como un lucro, como una primavera de la vida.
 Ella se aferra al tiempo, arrastra su poquito de la infancia y se mete soplando en la vejez. Semana tras semana, año tras año, la alegría va llenando vacíos. Hasta que no puede más y se vuelve tristeza.

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