"Si saco algo bueno del día de hoy, es haber recuperado un poco la fe en esto."
Usé esta foto y ese pie de título en Instagram hace poco menos de un año, como símbolo de lo que sentí aquel día entre la brisa de la recién estrenada primavera bilbaína: mi fe, después de meses desquebrajada, revoloteó un poco.
No hablo sólo de fe en el
amor, ni en sus mil maneras distintas. Me estoy refiriendo a la fe en la
complicidad, en el compromiso, en el pase lo que pase, en la medida justa del
ser compañero.
Las dos personas que
tenía enfrente estaban luchando batallas por separado y lo único que tenían
para sobrevivir eran sus ganas de mantenerse unidos, el aliciente de seguir
navegando en su barco y de celebrar años juntos. Esa ilusión compartida puede
que sea uno de los motores más grandes de la vida, y así lo aprendí yo.
Probablemente el sabor de
esta victoria de la que hablo, no es nada comparable a lo que yo haya podido
vivir hasta ahora. Cuando tenía en frente sus manos unidas, mi mente rebobinaba
en el tiempo para recordar las veces que había sido cómplice de esa fuerza
invisible que ambos compartían: ellos se miraban distinto, eran como niños eternos
imposibles de no ser felices juntos.
Puede que tardase menos
de treinta segundos en saldar lo que se me estaba moviendo por dentro.
No tenía duda. Su motor
era él.
Y viceversa.
Paradójica la fecha
señalada de hoy (14 de febrero), que es el día en que las personas que más he visto
quererse en la vida, tienen que separarse. 
Y soy incapaz de terminar
esta historia. Porque quiero que mi  fe
siga agitada gracias a estos recuerdos, y quiero también creer que el adiós
no puede tener lugar en su diccionario de dos. 
Yo los veré cada vez que
mire esta foto y todas las demás, mantendré la ilusión que ambos tejieron y
esas ganas de aferrarse a la vida, y serán el mejor ejemplo de que el tiempo no
todo lo desgasta, sino que es al revés: el tiempo los ha convertido en lo que para mi es el vivo reflejo de la palabra Siempre. 

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